Ya no vivo en el él, pero él si vive en mí.
La dirección que indica mi identificación para votar con
fotografía es el barrio en donde nací y crecí. Son 8 manzanas, y es de los más grandes de
mi ciudad.
Aunque nunca lo diga, le tengo un gran aprecio aquellos vecinos
que de niño tuve. Todavía nos saludamos y reconocemos con la mayoría.
El lindero de mi barrio empezaba ¿o terminaba?, en la tranca
del camino a chimalapa, y terminaba en la casa de “Doña Luci” a la izquierda y
a la derecha por donde está el auditorio de basquetbol.
Recuerdo de niño mientras a toda velocidad escapaba de la
lluvia en mi bicicleta me estrellé contra la pared de la esquina de mi calle y un
vecino grandulón me tomó en sus brazos, diciendo como consuelo: “La lluvia no
te va a hacer pedazos, no hace falta que corras, mírate ahora”.
Había una que decían que era bruja, y que su hija también la
era, ellas vivían en la misma calle a tres o cuatro casas de distancia. El barandal
de su puerta siempre estaba cerrado, las paredes eran bajareque encaladas, el
piso siempre limpio, una tarea que conseguía a fuerza de lustrarlo a cada rato,
aunque las calles siempre fueron polvorientas.
Ellas siempre andaban silenciosas, pero si uno les saludaba,
respondían con total educación y amabilidad, yo siento que la buena educación
rompe cualquier hechizo.
Mi hermana y yo, pusimos una tiendita de dulces, ocupaba en
una mesita, ofrecíamos los chicles de cajita, los bubaloo, las mentitas,
chocolates confitados y chupirules. La puerta era de tabla y cuando salíamos le
poníamos un pasador con candado, pero si se le empujaba con fuerza, quedaba
espacio entre las tablas cosas que unos vecinos de mi edad pero malcriados,
mediante un alambre con gancho, hurtaron varias golosinas. Cuando fuimos a dar
la queja con sus papás, ellos simplemente se rieron de la travesura, condonándoles
el castigo y pagando un porcentaje de la venta.
Por eso creo que no me simpatizan en la actualidad.
En la esquina contigua a la que derrapé, estaba el matadero
de reses. Varios de los hijos del barrio se estaban atentos, cuando los
matanceros y destazadores hacían su labor; con el tiempo también aprendieron el
oficio.
Los cercos de las propiedades eran de piedra o de arbustos,
muy pocos de tabla y escasamente de ladrillos. Todos muy respetuosos, a pesar
de que no había paredes de concreto, no se fisgoneban entre sí, cada quien a lo
suyo.
Cómo no existía teléfono celular, los muchachos cuando querían
reunirse para ir a un paseo, jugar o simplemente verse, se comunicaban con
gritos los gritos onomatopeyicos y silbidos, los que solo pocos entendían su significado en clave.
Conocí la cancha de basquetbol a tres cuadras de distancia,
porque acompañaba a mi tío a verlo jugar, y lo acompañaba porque la pelota era mía,
y tenía que cuidarla a la pelota, no a él.
Ocasionalmente me enviaban a comprar azúcar o hielo, y por
eso había que caminar las otras calles.
En una de las cuatro esquinas, está la casa de don Humberto,
él fue si no el primero, de los primeros en tener Televisión a color en el
barrio, una palomilla de muchachos, íbamos a pararnos en la ventana a ver lo
que ellos veían, ese episodio se repitió al millón, y a todas horas.
La vecina de la calle de atrás, una ocasión que me vio con
la tristeza a flor de piel deambulando me preguntó que sucedía, yo ya tendría
unos catorce años, y le respondí que en casa mi mamá se había puesto mal, y que
no tenía como ayudarle, que su dolor era muy intenso, ella velozmente se apersonó
en el umbral de la casa y se llevó a mi madre al médico más cercano, “Por los
gastos, no te apures, para eso somos vecinos”, dijo.
Mis recuerdos están ahí en el barrio Emiliano Zapata.
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